"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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VISITANTES GALÁCTICOS

VISITANTES GALÁCTICOS © Jordi Sierra i Fabra 2000 *1* Cuando Andrés entró en la salita de su casa, papá y mamá estaban leyendo. Ella, un libro; él, el periódico. Se los quedó mirando un momento, en silencio. Hasta que uno y otra dejaron de leer y le miraron. —¿Que pasa, Andrés? —preguntó mamá. —¿Has roto algo? —preguntó papá, mucho más directo. —No he roto nada —se sintió ofendido el niño. Se produjo un breve silencio. —Pero quieres decirnos una cosa, ¿verdad? —Sí. —¿Y que es? —¿Os recuerda algo el nombre de Trigulia? Papá y mamá se miraron entre sí. Luego hicieron memoria. —No —dijo él. —No —dijo ella. —¿Nada, nada? Los dos movieron la cabeza horizontalmente. —Vaya, creía que como leíais tanto lo sabíais todo —se quedó perplejo Andrés. —Pues ya ves que no es así —lamentó papá. —¿Que es eso de Triligu… Triguilu…? —frunció el ceño mamá. —Trigulia —aclaró él. —Como se llame —fue al grano el cabeza de familia—. ¿Es un futbolista nigeriano? —Es un planeta que está muy lejos —le aclaró Andrés—. Desde luego, papá… —Hijo, con ese nombre… —Está a unos cuantos años luz, en Alpha Centaury. —¿Lo has aprendido en el colegio, cielo? —sonrió mamá. —¿Años luz? ¿Alpha Centaury? —papá puso una cara la mar de rara—. Caramba, hijo. Me dejas boquiabierto. Andrés suspiró, como si las muestras de desatino paternas le abrumaran. —Me lo han dicho ellos —aclaró el niño. —¿Ellos? —dijo papá. —¿Quién? —dijo mamá. —Los trigulios. —¿Los… trigulios? —repitieron los dos, como loros. —Ya veo que no tenéis ni idea —Andrés se dispuso a dar media vuelta para irse de la salita. —Espera, espera —lo detuvo papá mientras hacía una señal con los ojos a mamá—. Es que nos has pillado… de improviso. —Sí, hijo —mamá siguió el guiño de papá—. Es que todo eso de los tri… trili… bueno, como se llamen. —Yo les he dicho que pueden quedarse —afirmó Andrés. —Ah —papá se puso tieso—. ¿Están… aquí? —Sí, en el desván. —¿Los trigulios esos que vienen del espacio? —Sí —repitió Andrés. Papá empezó a sonreír. —¿Y cómo te comunicas con ellos? —preguntó. —Tienen una cosa llamada “traductor universal”. Es una pasada. Pillan cualquier lengua del universo y aprenden en seguida. —Vaya, vaya. Interesante —dijo papá. —Así cualquiera aprende inglés rápido —dijo mamá. —Bueno, me voy con ellos. Tienen hambre —dijo Andrés. No se lo impidieron. Así que dio media vuelta y salió de la salita a buen paso. Papá y mamá se quedaron de nuevo solos. —Nos sale escritor, seguro. ¡Que imaginación! —se ufanó ella. —O guionista de la tele —asintió él—. ¡O de cine! —Hoy en día con siete años lo que saben. —Desde luego. Intercambiaron una última sonrisa de felicidad. Luego mamá volvió a su novela y papá a su periódico, despreocupándose del tema de los tri… triligu… triguli… Bueno, eso. *2* Mamá entró en la habitación con la bata en el cuerpo y los rulos en la cabeza. Papá se estaba desnudando con aspecto despistado. —Sigue hablando de los extraterrestres esos —le informó—. Dice que les gusta el jamón. —¿Les gusta el jamón? ¡Míralos ellos, como tontos! —manifestó él. —Es que en su planeta no hay jamón. —¡Pues vaya asco de planeta debe de ser! —sonrió. —Mira que cuando le da fuerte algo… —Estará dos o tres días con esa historia. —Pero hay que ver, ¿eh? —Sí, sí, desde luego. Y no será porque vea demasiada tele. —No, pero lee mucho, y eso se nota. —¿Oye, ¿has visto mis zapatillas de felpa? —preguntó papá. —Están donde siempre, ¿no? —No, si estuvieran donde siempre no te lo preguntaría. —Pues no sé… —Que extraño. —¿Y para que quieres tus zapatillas de felpa si vas a meterte en la cama? —Es que como has hablado de jamón, me han entrado ganas de… —¡Pero si vas meterte en cama! —protestó mamá. —Bueno, mujer, sólo una pizca. ¿Que pasa? —¡Eres peor que Andrés! —ella se quitó la bata y se metió en la cama. Papá no. Papá salió de la habitación, descalzo a pesar del frío que hacía y lo helado que estaba el suelo, y tras bajar a la planta baja se fue a la cocina. Abrió la nevera y tomó la cajita de plástico en la que siempre estaba el jamón. Vacía. Habría jurado que… Regresó a la habitación con cara de extrañeza. —No hay jamón —dijo. —¿Cómo que no hay jamón? —puso cara de no creérselo mamá—. Si había un montón. —Pues ya no está. Se quedaron mirando el uno al otro unos segundos. —Andrés no… —vaciló ella. —Aquí no vive nadie más. Si no has sido tú… Mamá salió de la cama. Ella sí tenía las zapatillas, porque las llevaba puestas todo el día, desde que llegaba a casa. Volvió a ponerse la bata y, ésta vez, papá hizo lo mismo. Los dos se dirigieron a la habitación de Andrés, que estaba al final del pasillo. Tras la ventana vieron que empezaba a nevar. —Espero que los caminos no se pongan impracticables como el año pasado —suspiró papá. —Habrá que quitar nieve —se resignó mamá. Se detuvieron en la puerta de la habitación de Andrés. Solía quedarse dormido de inmediato, así que mamá la abrió para echar un vistazo dentro. Se quedó tan boquiabierta como papá. La habitación estaba vacía. —¡Pero si acabo de dejarle! —abrió unos ojos como platos. —Habrá ido al lavabo —comentó él. Les bastaron tres pasos. La puerta del lavabo de Andrés estaba al lado de la habitación. Andrés tampoco estaba allí. —¿A dónde habrá ido? —se preocupó mamá. —¡Es capaz de estar fuera, nevando, construyendo el primer muñeco de nieve! —se alarmó papá. Los dos bajaron a toda prisa las escaleras y llegaron a la entrada de la casa. El frío exterior cortaba el aliento. Pero no había el menor rastro de Andrés. Ni siquiera sus huellas en la primera capa de nieve. A lo lejos, el pueblo, quedaba casi borrado por la caída de los copos blancos. Volvieron dentro. Nada en la salita. Nada en la cocina. Nada en la leñera. —¡Ay, ay, ay! —se puso aún más nerviosa mamá. —Tiene que estar en alguna parte —aseguró decidido papá. De pronto los dos se detuvieron, se miraron a los ojos y alzaron las cejas. —Dijo algo de… —…el desván. Subieron la escalera y llegaron al primer piso. Rodearon el pasadizo y alcanzaron la habitación de los trastos viejos, que conducía directamente al desván de la casa. La escalera estaba puesta, y la trampilla superior abierta. Primero subió ella. Después él. El resplandor les alcanzó aún antes de sacar la cabeza por la abertura. Iban a empezar con la bronca, los gritos, las preguntas… Pero nada de eso llegó a producirse. Papá y mamá se quedaron absolutamente blancos. Como la nieve. Andrés estaba en el desván, desde luego, embutido en su bata y con zapatillas. Pero lo asombroso era que allí había algo más. Una pequeña y luminosa nave, como de un metro de diámetro, en forma de plato; dos extrañísimos seres que no medían más de quince centímetros de alto, cómodamente instalados y dormidos en las zapatillas perdidas de papá; y por supuesto el jamón, o mejor dicho, lo que quedaba de él. *3* Papá y mamá estaban alucinados. —¿Que es… eso de arriba? —se estremeció él. —Los trigulios —dijo Andrés con toda naturalidad. —¿Esas cosas son… los trigulios? —insistió. —Sí. —¡¿Por qué no nos dijiste que habían invasores de otro mundo en la casa?! —Pero si ya os lo dije —Andrés miró su madre—. ¿Verdad, mamá? —No… exactamente, hijo —consiguió articular palabra ella. Estaba alucinada. —Además, no son invasores de otro mundo —el niño miró a su padre como si el padre fuese él y su hijo el hombre que tenía delante—. Desde luego, papá, ves demasiadas películas. —¿Que YO veo películas? —papá puso mucho énfasis en el YO—. ¡Esos bichos son… son… son…! —Son mis amigos —dijo Andrés al ver que papá no encontraba las palabras adecuadas para expresarse. —¿Cómo sabes que son amigos? —preguntó asustada mamá. —Porque lo sé. —Ya, pero, ¿cómo lo sabes? —Pues porque me lo han dicho. —¿Con eso del traductor universal, claro? —Sí. —¿Y si luego empiezan con sus rayos desintegradores y quieren conquistar el mundo y aniquilar a la raza humana y…? —la lista de fatalidades de mamá se quedó desbordada. —Mamá, no seas pesada. —¿Pesada yo? —No llames pesada a mamá, Andrés. —Vale —puso cara de resignación—. ¡Pero que conste que Treliz y Triloy son inofensivos! —¿Quienes son Treliz y Triloy? —gritó papá. —Los trigulios, ¿quienes quieres que sean? Hablamos de ellos, ¿no? —¡Oh, Dios! —miró a su esposa—. ¡Se llaman Treliz y Triloy! —¿Tienen… nombres y todo? —tembló mamá. —Su cultura es milenaria, son muy inteligentes, pueden viajar a velocidades asombrosas, son pacifistas y se les ha roto la nave —lo soltó de corrido Andrés. Mamá se quedó con una cosa: —¿Pacifistas, seguro? Papá con otra: —¿Que se les ha roto… la nave? —Sí, y van a quedarse aquí —Andrés expandió ahora una enorme sonrisa en su cara—. ¡Será genial! Mamá tuvo que apoyarse en una silla. Iba a darle un ataque, o un desmayo, o las dos cosas a la vez. Aún no lo tenía claro. Papá se puso más tieso que un palo. —¡Ah, no! —dijo. —¡Papá! —¡Aquí no se quedan esas… cosas! —¡Si les echas fuera se morirán! ¡Su planeta es cálido! —¿Cómo vamos a tener extraterrestres en casa? ¿Te has vuelto loco? —volvió a la carga mamá. —¡Pero si apenas abultan, son la mar de simpáticos, y comen poco! —Comer, comen jamón —dejó bien claro papá. —¿Quieres que vengan esos que salen en las películas, científicos con trajes antiradiaciones, aparatos, tubos, y lo pongan todo patas arriba? —se estremeció mamá con sólo imaginarlo. —¡Eso es en las películas! ¡Los trigulios son de verdad, inofensivos, muy buenas personas… o lo que sean allí! ¡Nadie sabrá que están aquí! —¡Además, son feos, feísimos! —volvió a gritar ella. En ese momento se escuchó una voz. —Ustedes también nos parecen feos, feísimos, a nosotros, mamá. Pero seguro que son entes maravillosos. Volvieron las tres cabezas. Ellos estaban allí, flotando ingrávidos ante sus caras, probablemente despertados por el clamor de la discusión. —¡Oooh…! —gimió mamá sin tener claro todavía si desmayarse o esperar. * 4* Treliz era el ente femenino. Triloy el masculino. Lo único que les diferenciaba además del tamaño —un poco mayor ella que él—, era una especie de protuberancia, a modo de antena, que llevaba Triloy en la cabeza. Vestían diminutos equipos de exploradores espaciales. Sus caras eran planas, sin nariz, tenían los ojos muy grandes y la boca muy pequeña. El cinturón que anudaba sus cuerpos era la clave para lo de su ingravidez. Ya se habían acostumbrado a ellos, pero aún así… Mamá los miraba con desconfianza. Papá con recelo. Andrés seguía siendo el más feliz. —¿A que son geniales? —insistió. —Bueno… —no supo que decir papá. —Esa cosa de arriba, la… nave, no irá a explotar, ¿verdad? —quiso saber mamá. —Sentimos las molestias —la voz de Treliz era suave, delicada, y tenía un leve tono de miedo. —Sí, no queremos causar problemas —dijo Triloy—. Nuestra presencia aquí ha sido del todo fortuita. —¿Nos estabais espiando o algo así? —preguntó papá. —¿Espiando? —murmuró Treliz. —No —explicó Triloy—. Nuestra nave ha sufrido una avería y no hemos tenido más remedio que descender sobre este planeta. ¿Para qué íbamos a espiaros si ya lo sabemos todo de vosotros? —¿Que lo sabéis… todo? —se puso en guardia papá. —En Trigulia estamos al tanto de lo que sucede en el Universo —dijo Triloy. —Se cuidan de la paz galáctica y todas esas cosas —informó Andrés. —¿Paz… galáctica? —seguía sin salir de su asombro papá. —Sí, algunas razas son peligrosas —asintió ahora Treliz—. Están los jaibos de Argalin, los kauakos de Kurataya, los zibeyis de Zeraytan… —¡Huy, caramba, pues sí que está lleno el Universo, hay que ver! —bromeó sin la menor gana mamá, con una sonrisa de cartón en sus labios. —Me va a estallar la cabeza —se dejó caer hacia atrás papá. —Oh, no se preocupe. Triloy se elevó por encima de la mesa, ingrávido, y se acercó a él. Papá puso la misma cara que si se le acercara una avispa. El extraterrestre no hizo más que dar un par de vueltas a su alrededor. —¿Que tal? —Pues… genial —reconoció papá. Se sentía de fábula. —A mi me duelen las cervicales —se apresuró a decir mamá. Triloy voló hacia ella y repitió la operación, ahora alrededor del cuello y por la espalda de la madre de Andrés. —¡Caramba, sí, mira! —reconoció ella—. ¡Que alivio! —¿A que son chulis? —se animó el niño—. Tienen la mar de trucos. Mamá pensaba ya en la abuela, que estaba muy achacosa. Y papá en su hermano mayor, que no acababa de recuperarse de una operación. ¡A lo mejor podían abrir una consulta medico-galáctica! Pero no, la presencia de los trigulios debía mantenerse en secreto, o aquello se convertiría en un circo, y se los llevarían lejos, y les harían pruebas y… Papá y mamá se miraron una vez más. Como llevaban muchos años casados, no necesitaban hablar para entenderse. —Tendrán que quedarse en el desván —reconoció ella. —Sí, no vamos a echarles —dijo él. —No creo que molesten demasiado. —No, no parece. —Oh, estén tranquilos —dijo Triloy—. Ya hemos cambiado la piel hace poco y no nos toca hasta dentro de mucho. —Sí, y el jamón está muy bueno —reconoció Treliz—. Podría vivir sólo comiendo eso. —¡Son la pera! —se animó aún más Andrés. Todo estaba dicho. O casi. *5* Tener a los trigulios en casa no fue ningún problema, ni aún comiendo todo el jamón que comían, que no era poco. Y pata negra. Aquellas dos semanas fueron las mejores de toda la vida de la familia. Como la casa estaba apartada del pueblo, nadie les veía ni les molestaba. Y todos guardaron el secreto, sabiendo que un desliz terminaría con Treliz y Triloy en un laboratorio. Cada noche, un par de vueltas de cualquiera de ellos en torno a papá y a mamá, y se quedaban como nuevos. Cada mañana, bastaba con dirigir un haz de energía sobre la nieve de la entrada para fundirla. Además, eran ingeniosos: construyeron el mejor muñeco de nieve de toda la comarca. Fue la admiración de todos los niños y las niñas del pueblo. —¿Lo has hecho tú sólo? —le preguntaron a Andrés. —Me han ayudado unos extraterrestres —decía el niño. Y como todos sabían que tenía una imaginación portentosa, se reía. Casi siempre, la verdad es lo que menos cree la gente. Papá examinó la nave, pero no entendió su funcionamiento a pesar de ser muy mañoso con el bricolage. Mamá en cambio lo que estaba era encantada con las historias que le contaban sus invitados. Ya no tenía miedo, se reía a mandíbula batiente. Les habían preparado el desván como Dios manda, con unas camitas muy confortables, un servicio y hasta una buena estufa para que estuvieran calentitos. Todo era perfecto. Salvo la tristeza de los trigulios. —Pobrecillos —suspiraba mamá. —¿Te imaginas a nosotros perdidos en su mundo? —suspiraba papá. Ni siquiera sabían si eran marido y mujer. El día menos pensado les llenaban la casa de pequeños trigulios. —Somos hermanos —le dijo Treliz. Cuando hablaban de Trigulia contaban cosas que no entendían. Papá, mamá y Andrés se extasiaban oyéndoles. Dos soles, cinco lunas, mundos aéreos, mundos subterráneos, mundos submarinos, máquinas perfectas, una felicidad casi completa… Y a pesar de ello, Treliz y Triloy les dijeron una noche que les gustaba mucho la Tierra. Que era un planeta muy hermoso. Tal vez uno de los más hermosos del Universo. —No quiero que se vayan nunca —decía Andrés. —Tarde o temprano lo harán —razonaba papá—. Encontrarán la forma de arreglar su nave. No pueden quedarse aquí para siempre. Andrés estaba seguro de que sí podían. —La chica de la charcutería me preguntó ayer qué nos ha dado con el jamón —Mamá llegaba con dos hermosas patas, hueso incluido—. Dice que nos hemos vuelto adictos. Cada noche se reunían en la salita y jugaban y hablaban y reían. Una mañana Andrés los llevó a pasear por el pueblo. Los metió en su cartera del colegio y ellos, asomados a las dos ranuras superiores, pudieron verlo todo de cerca. Coches, perros, gatos, casas, personas, voces… Fue una gozada. Todo parecía ya normal. Papá, mamá, Andrés, Treliz y Triloy. Hasta que una noche… Acababan de acostarse todos, los trigulios en el desván, Andrés en su cama y papá y mamá en la suya. No llevaban ni cinco minutos las luces apagadas cuando… ¡Brrrrmmm…! Toda la casa se puso a temblar, cayeron objetos de las estanterías y las camas se movieron de lugar. Parecía un terremoto, pero por la ventana pudieron ver como una serie de luces bajaban del cielo, muy despacio, hasta posarse justo en el jardín, delante de la puerta de entrada. Papá y mamá fueron a la habitación de Andrés. El niño ya estaba en la puerta. No tuvieron que ir a por Treliz y Triloy porque ellos también volaban en ese instante hacia abajo. Salieron todos al exterior. Y se quedaron boquiabiertos. Al menos los tres humanos. Porque allí, ante ellos, además de una nave galáctica que debía medir diez metros de diámetro por tres de alto, había dos trigulios más, como de cuarenta centímetros de altura, pero con un aspecto nada simpático. Más bien feroz. * 6* Uno de los trigulios, el varón, porque llevaba una protuberancia en la cabeza como Triloy, vestía un equipo galáctico lleno de hebillas y chapas de colores. La hembra por contra era muy femenina. Bueno, dentro de lo fea que les resultaba a ellos. Llevaba lacitos por todas partes. Andrés y sus padres aún no sabían el idioma trigulio, que era muy complicado, con gruñidos y cosas así, pero no hacía falta ser muy listo para entender lo que a partir de ese instante dijeron los dos recién llegados y sus dos invitados. —¿Se puede saber que estáis haciendo aquí? —gritó el trigulio varón—. ¡Llevamos un montón de tiempo buscándoos! —¡Y molestando a estos pobres humanos! —mencionó toda preocupada la trigulia hembra. —Papá… —dijo Triloy. —Mamá… —dijo Treliz. —¡Ni papá ni mamá que valga! ¡Por suerte hemos detectado el radio faro de vuestra nave de juguete, que si no…! —volvió a gritar papá trigulio. —Se nos estropeó y… —quiso explicarlo Treliz. —¿Cómo he de deciros que no vayáis más lejos de un millón de años luz de casa, eh? Estaban furiosos. —Ya hablaremos luego —amenazó papá trigulio. —Venga, despedíos de estos entes tan raros que nos vamos —se impacientó mamá trigulia. Treliz y Triloy se volvieron hacia Andrés y sus padres. —Son… —comenzó a decir Triloy con la cabeza gacha. —No hace falta que sigas —le detuvo Andrés—. Son tus padres. Los trigulios adaptaron su traductor universal al idioma humano. —Espero que no les hayan causado problemas —se excusó muy amable mamá trigulia. —Oh, no, no se han portado muy bien —dijo rápida mamá. —Si han roto algo… Porque en casa lo rompen todo —continuó papá trigulio. —No, no, aquí no han roto nada, al contrario, han sido de gran ayuda —afirmó papá. —Si es que no se les puede dejar solos —dijo mamá trigulia. —Desde luego, ¡que me va a decir a mi! —suspiró mamá—. Este es nuestro hijo Andrés. Tiene siete años y también organiza cada lío… —Yo no organizo ningún lío —protestó Andrés con amargura. Miró a Treliz y Triloy en busca de soporte. En sus ojos encontró toda la camaradería que cabe esperar de unos buenos colegas. Aunque sean de otro mundo. Que fueran niños como él, de pronto, le parecía fascinante. Los cuatro adultos hablaban. Los trigulios estaban más calmados. Papá y mamá más encantados de la visita. —Este planeta parece muy tranquilo, ¿verdad? —dijo mamá trigulia. —Oh, sí, lo es —afirmó mamá. —Deberíamos incluirlo en nuestras rutas vacacionales —continuó mamá trigulia. —¡Uy, cuando quieran! Nosotros es que aún no salimos al espacio, ¿saben? Todavía no hemos estado más que en nuestra luna —la informó mamá. —Andamos un poco retrasados —aclaró papá. —Nos encantaría que nos visitaran. Si nuestros hijos se han hecho amigos… —manifestó papá trigulio. —Sería un placer —agradeció papá. —Entonces estaremos en contacto —dijo solícito papá trigulio. —Ahora hemos de irnos —suspiró mamá trigulia. Y dirigiéndose a sus hijos agregó—: La abuela estaba muy nerviosa. ¡Si es que sois…! Era la hora de las despedidas. —¿Como dicen adiós ustedes? —preguntó papá trigulio. —Nos damos la mano. Así, ¿ve? Le estrechó la mano. —Nosotras nos damos dos besos —mamá se acercó a mamá trigulia, pasando de lo mal que olía y la besó en las mejillas. —Nosotros gruñimos. Así —y papá trigulio soltó un feroz rugido que les puso los pelos de punta. Eso era todo. Los cuatro trigulios se dirigieron a su nave. Les saludaron desde la escotilla, la cerraron y… —¡Eh, os dejáis vuestra nave! —gritó Andrés. Comprendió que si estaba rota, no les servía de nada. En cambio él, tal vez con con el tiempo, hasta podría repararla y… La nave trigulia se elevó. —Bueno, ya me había acostumbrado a ellos —soltó una lagrimita mamá. —Esos críos… son iguales en todas partes —dijo papá. Cogieron a Andrés de la mano. Uno por cada lado. Y entraron de nuevo en la casa. —Podían haberse llevado el jamón —dijo mamá recordando que tenía la nevera llena.

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